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Los Secretos de las Camelias

Relatos tristes

Muerte dulce

Tus ojos...El agua caliente en mi espalda.Tus labios...Lineas de tiza marcan mi piel.Tus manos...Un abismo oscuro se abre en mi pecho.Tu pecho...Roja la sangre que cae por mis venas.Tu pelo...Suspiros que huyen.Tus brazos...Ternura en navajas...Tu piel...Abrasa mis labios, esclaviza mi ser.Tu cuerpo...Me encadena, me ata y me lleva.Mi cuerpo...Una carcasa abandonada sin ti...No puede esperarte ni un segundo más. Mi roja venganza tiñe tu alfombra. Me amaste y me abandonaste. No quiero un mundo sin tí...no puedo vivir en un mundo sin ti. Tu afilado acera ya no recorre mis venas. Tu sonrisa falsa ya no pinta mis labios. No seré de nadie más que tuya. Tu me has hecho como soy. Acaricio en piel los restos que dejaste, el polvo blanco de tu memoria. Los fantasmas se esfuman. Todo lo que creaste se desmorona poco a poco. Incluso él, si incluído él. Yace sobre la alfombra muerto sin sangre, porque nunca la tuvo. Endemoniado polvo blanco, creaste en mi imaginación mil fantasias, pero él fue la peor, porque lo amé y no fue real. Ahora me voy con el ultimo resquicio de mi conciencia manando por mis muñecas. Hasta nunca

Rosas blancas

Era viernes. Un viernes soleado y caluroso de septiembre, pero yo tenía frío. Sentía el escozor en los brazos, causa del bello erizado. Me había quedado helada en el sitio contemplando la imagen. Blanco. Un pequeño ramo de rosas blancas enganchado a la valla. Los coches pasaban por la calle a toda velocidad pitando y soltando humo, pero yo no veía nada más que el ramo. No había nada alrededor que me diera una simple pista sobre la razón del ramo. No había cristales rotos x el suelo ni tampoco ninguna mancha de sangre, que macabramente pudiera ayudarme. Sólo estaban las cuatro rosas blancas atadas a la valla. La imagen me había dejado helada pero no sabía muy bien por qué. Quizás la sencillez del ramo, recordando a quien se había ido, me había dejado caer de bruces a la realidad. Seguí mi camino todavía con la sensación de frío corriendo por mi espalda. Tenía que averiguarlo.

Todos los días por la mañana miraba la valla y el ramo seguía allí, consumiéndose lentamente, hasta que llegado el domingo las rosas ya no eran blancas sino de un color parduzco marchito. Hasta los recuerdos se marchitaban.

El lunes el ramo volvía a estar allí, fresco y nuevo como la primera vez, haciéndome ver que me equivocaba y que ese recuerdo no se había marchitado. Desde entonces no pensé en otra cosa. Contaban los días de la semana que quedaban para que fuera de nuevo domingo. Cuando por fin llegó la fecha señalada hice algo que muchos considerarían de estúpido. Pasé casi toda la noche en vela, esperando la hora, y cuando llegaron las tres de la madrugada del lunes salí de casa para dirigirme a aquel punto. Había consultado los periódicos de las semanas anteriores y había revisado noticia tras noticia hasta encontrar lo que buscaba. Un joven murió en un accidente de moto hacía dos semanas en ese punto. El periódico mencionaba que había sido a las cuatro de la mañana y que había sido atropellado por un conductor borracho. Sabía que quien quiera que estuviera poniendo las flores estaría este lunes allí a las cuatro de la mañana. Llegué con tiempo y me senté en un banco a esperar. Las calles estaban vacías a aquellas horas, ni siquiera pasaban coches. El brillo anaranjado de las farolas teñía el ambiente de calidez artificial. Oí unos pasos y me puse en pie. Cierto era que yo esperaba a alguien, pero esos pasos podían pertenecer a otra persona que viniera con peores intenciones. Una figura oscura y achaparrada giró la esquina. Su pelo blanco brilló bajo la luz de las farolas. Llevaba un pequeño ramo de rosas blancas que contrastaba con lo oscuro de las vestiduras. Me quedé allí quieta un segundo observándola con fascinación. Desato con paciencia y cuidado el ramo mustio y con la misma tranquilidad ató el ramo nuevo. Di un paso al frente y ella se giró para mirarme. Estábamos lo bastante cerca como para que yo advirtiera la delgadez de su rostro y las profundas ojeras bajo sus ojos oscuros. Me acerqué despacio a ella. Era muy pequeña, de la altura de una niña, pero sus arrugas y sus ojos denotaban años de sabiduría y dolor. Puse la mano en su hombro y rebusqué en mi mente todo lo que había pensado decirle, pero no encontré nada:

 

-         Lo siento mucho-

 

Eso fue todo lo que pude decir. Me sentía realmente estúpida. Sin embargo ella sonrió levemente y acarició mi mano. El tacto rugoso de su mano y la terrible compasión que apareció de pronto en sus ojos, llegaron al fondo de mi conciencia haciendo que las lagrimas comenzaran a caer a raudales. Sin decir nada sacó un pañuelo del bolso y me lo dio. Después sin haber cruzado una palabra si quiera conmigo se dio la vuelta y se marchó. Yo me quedé allí llorando, Aquella mujer no me había hablado si quiera, pero con su gesto me había abierto un poco más los ojos al mundo y su crueldad. Nunca olvidaría ese encuentro.

 

En una noche de tormenta

Aquella noche había tormenta. Era una de esas noches, en las que se agradece estar bajo techo, con calefacción y envuelta como una croqueta en una manta.

Penélope estaba en su habitación, pero los ruidos de la habitación de al lado no la dejaban leer. Su hermana tenía la música tan alta que dudaba mucho que si hubiera un terremoto ella se enterara, así que cogió su libro y subió las escaleras.

Vivian con sus abuelos en una casa enorme de tres plantas. En la última, justo en frente de donde acababan las escaleras, había una habitación tan pequeña que parecía un trastero. En ella había una cama vieja, en la que cada vez que te sentabas le sonaban todos los muelles. Estaba debajo de una ventana situada en una de las aguas del tejado, contra la que golpeaban con fiereza las gotas de lluvia . La habitación contaba además con una pequeña lámpara de pie.

Hacia años que su abuela, no usaba esa habitación, así que su nieta había hecho de ella su refugio, su santuario. Allí guardaba todo lo que no quería que fuera encontrado: su diario, las fotos de sus padres. Penélope las veía una y otra vez. Sus padres habían muerto en un accidente de trafico hacia ya cuatro años. Era una noche como esa tormentosa, aunque iban con calma, no podían ver más allá del capó del coche en una curva se encontraron con un coche que iba en dirección contraria, ambos chocaron y cayeron por un barranco. Tanto sus padres como los ocupantes del otro coche murieron.

A Penélope le gustaba subir a aquella habitación, que tanto le hacia recordar a su madre. Allí hacia lo que más le gustaba a ella y lo que más le había gustado a su madre: leer

Se sentó en la cama, de manera que podía ver el cielo oscuro, se tapó con la manta y empezó a leer su libro, “El Médico”. Era uno de los recuerdos de su madre. Había aparecido en el coche tras el accidente, intacto, solo tenía las tapas un poco amarillas debido al tiempo y al sol. Acarició con suavidad las tapas sintiendo sus arrugas y sonrió. Se puso a leer, la lluvia producía un ruido hipnótico. Estuvo leyendo durante un largo rato, no podía acordarse de cuanto exactamente, ya que cuando leía el tiempo parecía no afectarla, cuando empezó a sentir, algo extraño, como si parte de ella se desprendiera de su cuerpo y saliera fuera a la tormenta. A ella siempre le habían gustado las tormentas a diferencia de su hermana. Cuando eran pequeñas, su hermana siempre lloraba, a pesar de ser la mayor. Ella, sin embargo, siempre estaba fuera cuando había tormenta, se sentía libre cuando el viento le golpeaba la cara haciendo que su melena color azabache se moviera salvaje e indomable. Le gustaba que la lluvia empapase su ropa y sentir su fuerza sobre la piel.

En ese momento ella se encontraba fuera en el tejado, sin embargo su cuerpo permanecía dentro, aún así sentía la fiereza de la tormenta en su cuerpo etéreo, como dibujado con finas líneas de aire. Saboreó la lluvia, se dejo llevar por el viento, subió a las nubes y caminó sobre su negro y esponjosos suelo, sintiéndose como una pequeña gota dentro de ellas, acarició los rayos, grito a los truenos, traspasó las copas de los árboles sintiendo como la sensación de frescura que irradiaban la corteza mojada y las hojas la llenaba por completo.

De repente, la tormenta, los rayos, el tejado y todo lo que había a su alrededor empezó a girar de manera vertiginosa produciendo una inmensa espiral que la atrajo hacia su centro.

Cerró los ojos y se dejo llevar por aquella extraña fuerza. Cuando volvió a abrir los ojos, seguía en una tormenta, sin embargo tenía la sensación de haber viajado en el tiempo.

Miró a su alrededor, a lo lejos se distinguía una carretera , por la cual conducía un coche. Una corriente de viento la empujó hasta que se encontró a la par del coche ; al mirar dentro, su corazón dio un vuelco : su padre se encontraba al volante de aquel coche, mientras su madre leía un libro en el asiento contiguo, se miraron y sonrieron. Las lagrimas corrían por las mejillas de Penélope, musitó el nombre de su madre, y esta, como si la hubiera oído , miró hacia la ventanilla donde se encontraba su hija, sus miradas se cruzaron, se quedo mirando fijamente a la ventana hasta que Penélope vio, como de su cuerpo, se separaba una imagen etérea, reflejo de su aspecto, que salió por la ventana.

Madre e hija se miraron durante unos minutos sin pronunciar una palabra se observaban intentando hablarse con la mirada. Penélope musito el nombre de su madre de nuevo, ella hizo lo mismo, se abrazaron. Por un momento volvió a sentir el calor de su madre, volvió a oler su perfume. Empezó a llorar sobre su hombro, lloró todo lo que no había llorado antes. Su madre empezó a cantarla suavemente su nana favorita y ella se calmó.

Su madre se separó de ella y miró a lo lejos, el coche con el que chocarían estaba cerca, entonces se quitó un colgante, que a Penélope siempre le había gustado y dijo

- cada vez que me eches de menos agárralo con fuerza y piensa en mí, recordarás este momento- dijo abrazándola, oyeron un gran estruendo y el espíritu de su madre se desvaneció

Cuando su abuela encontró a Penélope estaba acurrucada en la manta, sujetando con fuerza el libro de su madre contra el pecho con una mano, y con la otra sujetaba un colgante, que su abuela juraría que no había visto puesto antes a su nieta, entonces miró a la ventana, dibujado con pequeñas gotas de agua de agua se encontraba el rostro de su hija sonriente.

 

El silencio

Era un niño cuando me enamoré. Tu me atrapaste en tu aroma y me ataste a tí con un lazo tan fuerte que el tiempo no ha podido borrar.  Eramos felices juntos, o al menos eso creía yo. No era feliz si no estabas a mi lado y no podía sonreír de verdad sin sentir tus caricias. Pero un día te fuiste. Tu aroma desapareció y tu calidez se volvió ácida quemándome la piel poco a poco. ¿Fuíste un sueño?¿Exististe?. Me siento cada noche en la cama sin poder dormir haciéndome esas preguntas. Todos me preguntan que me pasa pero yo callo. Si fuiste un sueño que se volvió pesadilla quiero que me destroces sólo a mí, que sigas siendo sólo mía aunque sea de ésta forma. Cada día cojo el violín e intento tocarlo, pero tú no vuelves. Las dulces melodías que me susurrabas al oído, la forma en la que me enseñaste a tocar las notas...todas desaparecieron contigo. Tu, mi inspiración, me has abandonado y no quieres volver; y yo mientras me consume en el silencio en el que me dejó la sordera y tu ausencia. No hay más notas para mí, tampoco sonidos...todo te lo llevaste aquel aciago día...